“¿No se cansan de dar vueltas?”. La pregunta espontánea de mi hijo al pasar por un plaza con calesita me sorprendió y me hizo pensar la respuesta. Yo di mil vueltas cuando era chico y él, que ya se había desinteresado del tema, otras mil en su infancia.
Porque la calesita siempre está. Y perdura en el tiempo. Y no pasa de moda. Pensemos que sólo hace algunos años había muchos más cíber cafés que calesitas y ahora quedan unos pocos. Será que todos tienen una compu en su casa o que se puede hacer todo con un teléfono inteligente.
El hecho concreto es que las calesitas siguen dando vueltas y llevan ya varias generaciones de porteños encima. Pero la pregunta de mi hijo me disparó a la vez varias inquietudes. Retirando toda la parte sentimental que las calesitas conllevan, es cierto que vistas desde los ojos de un pre adolescente esos armatostes que dan vueltas pueden resultar aburridos. Y mucho más para chicos más chicos que con la tablet o Netflix parecen destinados a nunca aburrirse.
Cuál es entonces el atractivo de esos autos con volante de plástico y sin botones que eran de otro color y ahora están pintados de rojo para que se parezcan en algo al Rayo McQueen de la película Cars. O de los caballitos que a lo sumo suben y bajan pero ni siquiera emiten sonido. O de la música que parece tener sólo tres o cuatro hits infantiles del momento y se repiten hasta el hartazgo.
¿Será la sortija? Ese objeto de deseo que vendría a representar en los chicos a sacar un pleno en la ruleta de los grandes. Todo recuerdo de los tiempos de la calesita viene asociado con la sortija. La satisfacción propia de uno cuando era chico y la sonrisa imborrable de nuestros chicos cuando crecimos, y nosotros compartimos las primeras vueltas hasta que los dejamos volar solos.
Deben sobrar las razones porque definitivamente las calesitas siguen siendo un entretenimiento. Me lo confirma mi compañero de banco Rolando. Y me arma en segundos y de memoria la hoja de ruta de su Rocco Barbano. Parque Saavedra, la plaza de Cabildo y Paroissien y la de Obligado entre Juramento y Echeverría. Se suma Mery de infografía y aporta la de Belgrano R, ideal para el verano porque tiene sombra (y suma además la increíble teoría de que la primera vez que uno se sube como padre acompañante se marea…). Y así podríamos seguir recorriendo la redacción en busca de padres con chicos en edad de calesita y armar el mapa de toda la Ciudad.
De hecho el mapa existe. En Capital hay 46 calesitas, 37 de las cuales están en parques o plazas. Y hay más: 34 fueron declaradas Patrimonio Cultural. Y como todas funcionaban con permisos precarios, el año pasado la Legislatura las incluyó en el Código de Habilitaciones.
Así, por ley, el Gobierno porteño cobró la facultad de poder otorgar permisos de uso de cinco años. Los que estaban vigentes se mantuvieron. Y para los nuevos se fijó como prioridad a quienes ya hayan tenido una calesita. ¿Razón? Textual de la ley: “Con el fin de preservar el carácter familiar de la actividad”.
Y aquí puede estar la razón que tanto me desvela. Cuentan distintos relatos al respecto que uno de los primeros oficios de muchos inmigrantes españoles fue el de calesitero y que en la actualidad sigue siendo un oficio familiar. En definitiva, parece ser que lo que hace únicas a las calesitas es que detrás de cada vuelta hay una historia.
Entre tantas hay que elegir una. Y me quedó con mi primera calesita. La de la Plaza Almagro, la de la manzana de Salguero, Sarmiento, Bulnes y Perón, que por entonces todavía era Cangallo. De chico vivía a dos cuadras y mis abuelos a otras dos, por lo que no había forma de evitar la plaza y mucho menos a su calesita.
Cuando los recuerdos son borrosos, no hay mejor aliado que Google. Y mi calesita tenía su historia. La de don Antonio Vila que en 2009 había celebrado sus 90 años en la calesita que por esos día cumplía 46. Había sido fabricada en Rosario, armada primero en Plaza Constitución y mudada luego a Almagro. Antonio había nacido en Orense, España, y en 1949 había llegado a Buenos Aires. En la familia de su mujer había calesiteros. Comenzó dando una mano hasta que se convirtió en su oficio. El de casi toda la vida. El día de su cumpleaños contaba: “No es un trabajo pesado, todo lo contrario es alegre, porque la alegría de los chicos es contagiosa”.
Esta semana me di una vuelta por la plaza. Don Antonio no estaba pero la calesita seguía girando. Estaba llena de chicos. Y seguía acumulando historias. Entonces pudo contestarle a mi hijo. “Nadie se cansa de dar vueltas”.
Fuente: Clarin